Es cierto que, en medio de situaciones complejas, no es sencillo mantener el deseo de seguir por el rumbo que debemos tomar. Muchas veces queremos desviarnos, no por curiosidad ni por necesidad de probar otras cosas, sino porque no entendemos lo que hacemos o, simplemente, porque aparece el deseo de no continuar. Llámese desánimo, pereza o tristeza; o quizá el camino, sin quererlo, nos lleva a un punto que no comprendemos. Muy adentro sentimos que ese destino desconocido no tiene sentido: es una vía que “se supone” debemos tomar, pero ya no sabemos adónde nos lleva.

Hablo, entre otras cosas, de la necesidad de sanar: de dejar atrás un poco de dolor, ese que ya venimos superando pero que, por instantes, regresa para sacudirnos con un temblor de dudas y ansiedades que no quisiéramos sentir. Nos gustaría que este momento llegara y se fuera sin más, pero lo cierto es que no viene solo por un instante: siempre quiere interrumpir nuestra paz con el chirrido de sus dudas y el crujido de sus miedos. Es allí donde se prueba nuestra voluntad y lo que de verdad queremos hacer con esta situación en nuestra nueva vida. Aunque cueste creerlo, esto no se logra solo con nuestras fuerzas: es el amor poderoso y la voluntad de Dios lo que nos ayuda a atravesarlo. Eso me ocurrió a mí; por eso vivo tan agradecido con mi Creador. No es que mi voluntad fuera débil: lo que sucede es que la energía de ese amor sobrenatural —que supera todo entendimiento— te llena de una fuerza incontenible y te hace más firme en la fe: en su gracia y en la convicción de que todo irá bien a pesar de los problemas que tengamos que transitar.

Es importante saber, como me dijo alguien sabio, que “esto no es un evangelio de prosperidad”. El hecho de creer en Dios y seguir sus enseñanzas no significa estar blindados contra lo malo o lo difícil. ¡No! Significa que, en los momentos más oscuros, puedes contar con ese amor que te levanta y no permite que tu situación sea aún más dura; que, aunque cueste creerlo, sentirás un gozo inexplicable que te llevará por caminos tan extraños que nunca tomarías con una conciencia ególatra, pero que te conducirán a la paz: paz interior, paz con el entorno y, sobre todo, paz mental.

Otra situación —la que más transitamos en medio de la tormenta— es la vida cotidiana, donde día a día vencemos miedos, alcanzamos metas y realizamos sueños. ¡Sí, sueños! —lo sé— es difícil tenerlos en medio de estas circunstancias, pero ¿qué sería de tu vida sin ellos? Te lo digo porque ya caminé por ahí: una vida sin sueños se vuelve un mundo vacío, sin sentido, donde todo funciona como una máquina destinada a cada labor; una industrialización de la existencia en la que cada situación tiene un proceso exacto, sin variaciones, y con el tiempo descubres que todo es metódico; que ni siquiera debes pensar para realizar una tarea y que avanzas como un robot: sin sentimientos, sin sentido, sin emoción.

Allí es donde los sueños marcan la diferencia. Cuando tienes algunos claros, que sientes que nacen de lo más profundo, y decides realizarlos —sin quedarte solo en soñar—; y si, además, ese sueño tiene un propósito que impacte de verdad a alguien o a alguna situación, tu vida adquiere un nuevo valor: el de levantarte cada mañana del letargo para seguir un objetivo. Entonces te lanzas a crear con tu imaginación aquello a lo que antes no te habías atrevido; y tu energía cambia, tu ánimo se ve distinto y todo empieza a fluir al unísono, como si dirigieras la sinfonía de tu vida. Cada instrumento de esa orquesta entra con el pulso justo y aporta a la partitura de tu propósito. Y, cuando alguno se desafina, la melodía cambia: allí, como director de tu orquesta, detienes el ensayo, afinas lo necesario y reanudas la pieza. Ese es el día a día: avanzar, detenerse, recomponer, reparar, inspirarse de nuevo y seguir el camino que conduce al propósito de tu sueño —o de tu vida—. Al mirar atrás, tras lo que atravesaste, reconoces cuánto aprendiste: que tu carácter cambió, que te volviste más empático y menos crítico, y que incluso adquiriste un poco más de sabiduría para compartir con quienes te rodean.

Esto es lo que verdaderamente encuentras cuando superas las dificultades: puedes decir que valió la pena y que hallaste un “para qué”, en lugar de quedarte en el “por qué”. Ahí está EL REGALO.

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